El Liverpool de los mitos y los símbolos tiene su sexta gran corona. El equipo de Anfield, de The Kop, del sonido Beatle, del You’ll never walk alone, de las pecas de Dalglish y el bigotillo de Rush, de Klopp y los rizos de Salah, tocó el cielo en el Wanda Metropolitano. El slogan manoseado decía que el fútbol le debía una Champions a Klopp. Ya la tiene.
La fiesta del fútbol inglés fue la fiesta de la intensidad. Poco fútbol y sobredosis de ambiente. A los rojos les sirvió el gol de penalti de Salah tras la primera jugada y el latigazo final de Origi, prólogo y epílogo de una manera de entender el fútbol. Un egipcio y un belga en la corte de Lennon, El Tottenham reaccionó tarde.
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— La Afición (@laaficion) 2 de junio de 2019
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El Liverpool respeta el protocolo, escucha el himno, saluda al contrario y después quema el piano cuando se pita el inicio de partido, un código de identificación en un equipo que no sabe jugar despacio. A los 25 segundos ya estaba en la esquina de la cocina del Tottenham. El balón le llegó a Mané y su envío, después de recorrer la anatomía de Sissoko, le dio en el brazo de forma involuntaria. Un penalti de debate que transformó Salah.
La final de sus vidas
Un gol en la primera jugada debió ser una concesión de los dioses para el Liverpool. Para ellos era una final más, el territorio que pisaron las camisetas de Dalglish, Rush, Gerrard y otros santos de la ciudad. Para el Tottenham, el equipo de Ardiles, Jimmy Greaves y Hoddle, era la final de su vida, la mejor oportunidad de la historia de ganarse un sitio en el callejero. A los 25 segundos el equipo estaba inconsciente.
La final coronó el estilo de Klopp, el fútbol heavy que electrifica Anfield. Hace un año y medio perdió a Coutinho, al que se consideraba rey del talento del equipo, quien llevaba meses haciendo la cobra a la institución. La respuesta ha sido llegar a dos finales de Champions.
Pochettino, el chamán de la tribu de los Spurs, se encontraba con un nuevo desafío, voltear una final de Champions. Lo había hecho en rondas anteriores, pero en Madrid sus estrellas estaban presentando la dimisión de manera ordenada.Harry Kane notaba la inactividad, Dele Alli no tocaba bola y sólo Son y Eriksen aparecían con el intermitente puesto.
Decía Ronaldo Nazário el otro día que el Liverpool fue un camión que aplastó al Barça. Klopp tiene las llaves de la escudería. Con un gol a favor activó la máquina de emboscadas en el centro del campo. No había una jugada tranquila y cómoda para el Tottenham. En cada acción sus futbolistas tenían un rival enseñándole las caries.
El mariscal Van Dijk
No hacía falta que se viera a los mejores cromos de las delanteras. En el Liverpool, petado de musculatura, reinaban los rascacielos, Van Dijk y Matip, la pareja antivirus. Alexandre-Arnold y Robertson eran dos cazas por la banda. Ellos fueron los que buscaron la sentencia en cada internada, el póster de lo que quiere su entrenador, jugadores que sirvan para todo el campo.
Ante la falta de reacción Pochettino retrasó la entrada de Lucas Moura, el héroe de Amsterdam. Cuando entró conectó con Son, el mejor de su equipo. Al Tottenham le sobra carácter, un equipo con muchas capas de entereza. Se desvivió por encontrar una rendija en el área contraria. Allí se encontró con un gigante, Van Dijk, una especie de ciempiés.
El partido del holandés es para exhibirlo en el pasillo de Anfield y mandarlo por correo a todos los seguidores del equipo. Portentoso en el cruce, poderoso en el pase y majestuoso por el aire, el central mostró que haber sido elegido mejor jugador de esta Premier no fue un regalo. Allison, detrás de él, se encargó de meter el guante a los mejores remates del Tottenham.
Con el partido roto le llegó un balón a Origi, el cartel de la remontada al Barça, que había sustituido a Firmino. El zancudo belga plantó un remate en la patilla de la portería de Lloris. Era el último símbolo de la gloria roja. Sonaban los Beatles en la sexta del Liverpool.